Alta Traición
José Emilio Pacheco
No amo mi patria.
Su fulgor abstracto es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
ciertas gentes,
puertos, bosques de pinos, fortalezas,
una ciudad deshecha, gris, monstruosa,
varias figuras de su historia
montañas
(y tres o cuatro ríos)
El 11 de agosto de 2025, el senador colombiano y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay falleció, tras aferrarse a la vida por un hilo durante poco más de dos meses. En junio, había sido víctima de un atentado mientras daba un discurso en un barrio de Bogotá. Miguel no era mucho mayor que yo, y nuestras vidas estaban ligadas por conocidos y amigos en común. Apenas unas horas antes de su muerte, había pasado la tarde con mi hermano en un evento con varios precandidatos.
Esta coincidencia de cotidianeidad acercó la tragedia a casa de una manera que no pasaba desde mi juventud. Las conversaciones siempre eran las mismas. Se mezclaban con el aire frío del páramo en los días de colegio cuyos recuerdos con el tiempo se difuminan: “¿Supo lo del papá de fulano?” “Fulano perdió a su mamá en aquel atentado terrorista en los años 90.” “Su viaje escolar se cancela (otra vez); no podemos garantizar la seguridad de nadie fuera de los límites de la ciudad.”
Fue un ambiente extraño para crecer. Mi generación fue concebida durante los horribles picos de violencia provocados por Pablo Escobar y su séquito a finales de los años 80, y se crió durante los momentos más oscuros de la guerra del país contra las guerrillas marxistas terroristas.
En los años antes de mi nacimiento, el Cartel de Medellín había asesinado a casi todos los principales candidatos de las elecciones de 1990: Jaime Pardo Leal, Jaime Bateman, Francisco Pizarro y el claro favorito, Luis Carlos Galán. También habían matado al ministro de justicia (Rodrigo Lara Bonilla), a destacados periodistas, a innumerables jueces y a un número vertiginoso de jóvenes policías. El terrorismo era un hecho cotidiano. Bombas como la que colocaron en el edificio del DAS (el FBI colombiano) mató a 57 personas e hirió instantáneamente a 2.248.
Básicamente, nacimos en un país donde el Estado había perdido hace tiempo su capacidad de garantizar la seguridad pública. El gobierno enfrentaba a un enemigo con más recursos que él, y la ciudadanía observaba cómo cada intento de poner fin a la implacable flagelación de los carteles de la droga era instantáneamente frustrado por una caterva de psicópatas empresarios de la cocaína, alimentados por los dólares tanto de sus glamurosos clientes en el Studio 54 de Nueva York y Wall Street, como por los adictos desdichados de las grandes ciudades de Estados Unidos y Europa.
Es difícil entender cómo tantas parejas jóvenes colombianas encontraban la fuerza para imaginar un futuro para sus hijos a punto de nacer en medio de la muerte y el caos de un Estado fallido. En ese acto de amor y esperanza, hay un mensaje de resiliencia y compromiso por un país que, en muchos sentidos, había fallado a nuestros padres, así como a sus padres, abuelos y bisabuelos.
Fui concebido en ese tiempo, al igual que Miguel Uribe. Estábamos destinados a ser bautizados por la violencia, como lo habían sido nuestros padres, y sus padres antes que ellos. Yo aún estaba en la comodidad del vientre de mi madre cuando un Miguel de cuatro años recibió este “bautizo” no deseado. Su madre, Diana Turbay —hija del expresidente Julio César Turbay Ayala y reconocida periodista— fue secuestrada el 30 de agosto de 1990, tras ser engañada para asistir a lo que ella creía sería una entrevista con el sacerdote español Manuel Pérez Martínez, también conocido como El Cura Pérez, de la guerrilla marxista ELN (Ejército de Liberación Nacional).
La entrevista fue una trampa orquestada por Pablo Escobar. Los supuestos miembros del ELN eran, en realidad, integrantes de Los Priscos, una banda criminal que trabajaba para Escobar. Su objetivo era secuestrar a figuras prominentes, incluidos políticos y periodistas, para presionar al gobierno colombiano a no aprobar un tratado de extradición con Estados Unidos. Turbay y su camarógrafo, Richard Becerra, fueron retenidos en Copacabana, Antioquia. Fue asesinada trágicamente durante un fallido operativo de rescate el 25 de enero de 1991. La vida de Miguel quedaría marcada para siempre.
Todo colombiano ha tenido un bautismo más personal o distante, pero el dolor siempre es profundo. Este bautismo es nuestro despertar ante el entorno desafortunado que nos rodea. Durante mi infancia, muchas muertes podrían haber servido como mi despertar, de no haber sido demasiado joven para comprenderlas. Ya estaba vivo cuando Diana Turbay murió. Tenía aproximadamente 3 años cuando una enorme bomba colocada por Pablo Escobar explotó en el Centro Comercial 93, dejando 8 muertos y 242 heridos. Aún frecuento este centro comercial, y el evento tuvo un efecto particular en mi madre, que todavía lo recuerda con horror.
La memoria es un misterio. Tengo muchos recuerdos de cuando tenía tres o cuatro años. Recuerdo un suéter amarillo que usaba con frecuencia. Recuerdo la apertura de McDonald’s en Bogotá en 1995. Pero no tengo memoria de la violencia de esa época. Tenía también cinco años cuando Álvaro Gómez Hurtado, destacado político y periodista colombiano, fue asesinado el 2 de noviembre de 1995 en Bogotá, al salir de la Universidad Sergio Arboleda. Fue uno de los mejores políticos e intelectuales más brillantes de Colombia. A pesar de su amistad con mi abuelo, mi único recuerdo es la imagen de su Mercedes E-Class lleno de balas en la portada del periódico. El evento carecía del shock necesario para el despertar ante la cotidianidad de la violencia que constituiría un bautismo.
Las condiciones para mi bautismo fueron producto de una larga cadena de circunstancias políticas. Pablo Escobar había sido dado de baja en 1993, el Cartel de Medellín desmantelado, y el Cartel de Cali estaba en declive mientras el Estado recuperaba su dominio. Al mismo tiempo, la Unión Soviética había colapsado en 1991, poniendo fin a décadas de injerencia soviética en Sudamérica. La convergencia de estos eventos creó un vacío que las guerrillas marxistas —ELN y FARC— (al igual que los grupos paramilitares que las combatían,) llenaron rápidamente, heredando el comercio de drogas para reemplazar tanto su perdido patrocinio soviético como el poder antes ostentado por Escobar. Pronto descubrieron, como lo había hecho él, que el comercio de cocaína era mucho más lucrativo que pulir los botines del Komintern mientras se recitaba un Das Kapital mal digerido. Con su recién adquirida riqueza cocalera, pronto amasaron un arsenal impresionante y se convirtieron en ejércitos competentes por primera vez en sus deshonrosas historias.
Para 1996, yo había entrado al colegio y mis papás me regalaron mi primera pluma estilográfica. Era roja. Recuerdo la campaña política previa a las elecciones de 1998. Mis padres apoyaban al conservador Andrés Pastrana, que prometía combatir a las guerrillas, quienes, impulsadas por el dinero de la droga, estaban convencidas por primera vez de que podían tomar el poder a través de la fuerza. Colombia es, en efecto, la tierra del realismo mágico. Mientras el mundo celebraba el fin del comunismo soviético, e incluso los más pedantes lectores y empleados de Le Monde se veían brevemente obligados a enfrentar los horrores revelados por la apertura momentánea de los archivos soviéticos, los marchitos marxistas de nuestra república bananera solo redoblaron su convicción en un sistema comunista fallido y bárbaro.
Pastrana ganó. A medida que la guerra y el terrorismo se intensificaban, comencé prever mi inminente bautismo. Un bautismo no es lo mismo que la mera rememoración de un evento impactante. Esta sería la tragedia de un país normal. Los colombianos son bautizados por la violencia y de repente despiertan ante la horrible realidad de la cotidianidad de la violencia perpetua en su país. Nunca podrán volver al tiempo anterior a su conocimiento.
Eritis sicut Deus, scientes bonum et malum. (Ahora sois como Dios, conociendo el bien y el mal.)
Y así, mi bautismo llegó a través de una tradición infantil: Halloween. Siempre disfruté Halloween, especialmente porque mi mamá se esmeraba en asegurarse de que tuviéramos disfraces únicos. Nunca me vestí de superhéroe o vaquero; eso habría sido demasiado común para ella. Siempre buscaba algo único y atemporal. Nuestros disfraces eran fantásticos y hechos a la medida, y probablemente despertaron mi amor por los sombreros y la ropa hecha a la medida. Recuerdo mi chaqueta militar y sombrero rojos cuando me vistió de soldadito en el Kinder, y el sombrero bombín hecho a medida para mi disfraz de Charlie Chaplin. Curiosamente no recuerdo mi disfraz de 1998, pero sí el de mi hermano.
Se disfrazó de Heriberto de la Calle, un personaje satírico creado e interpretado por el humorista y periodista colombiano Jaime Garzón. Heriberto era un humilde “embolador” que representaba a la clase trabajadora baja de Colombia. A pesar de su ocupación aparentemente simple, poseía un intelecto agudo y un carácter irreverente. Cada noche entrevistaba a figuras prominentes mientras lustraba sus zapatos, incluidos políticos, modelos, actores y otras personalidades. A través de sus entrevistas, Heriberto utilizaba el humor y preguntas punzantes para criticar la política colombiana, los problemas sociales y la corrupción. Era un símbolo de la sátira política y la valentía periodística en Colombia, particularmente porque Garzón promovía activamente la paz en tiempos de agitación política. Su personaje le cazó muchos enemigos.
Tal vez este disfraz quedó en mi memoria porque era bien raro. Dudo que muchos hayan visto a niños de 11 años disfrazados de David Letterman en colegios estadounidenses en 1998, pero ese año mi madre ayudó a mi hermano a engomarse el pelo, ensució su rostro, pintó sus dientes frontales y hasta mandó hacer una caja para lustrar zapatos para completar el disfraz. Mi padre conocía al dueño de CM&, la cadena donde trabajaba Jaime Garzón, y le cosiguió la misma camiseta que Heriberto usaba cada noche. Recuerdo que mis padres dejaron que mi hermano viera el noticiero cada noche para estudiar a Heriberto, enseñándole cómo imitarlo y explicándonos por qué el programa era divertido e importante. También recuerdo a mi hermano sentado en el clóset de mis padres, aprendiendo a lustrar zapatos para completar el acto. Había cierta genialidad en el plan; mi hermano continuaría lustrando los zapatos de mis padres durante nuestra infancia para ganar un poco de dinero. Como siempre, su disfraz fue un éxito. Un punto más para mi infinitamente encantadora madre.
Unos meses después, durante el verano de 1999, finalmente llegó mi bautismo en la violencia. Era sábado. Recuerdo estar en el club; los adultos a mi alrededor estaban sombríos, envueltos en conversaciones de incredulidad —conversaciones que habían repetido desde sus propios bautismos. De esas que solo suceden en un país donde el dolor es la condena diaria de sus ciudadanos. Esa mañana, el periódico mostraba otro carro con sus ventanas destrozadas por balas. Esta vez no era un Mercedes, sino un Jeep Cherokee, estrellado contra un poste de luz.
Recuerdo preguntar por qué la gente estaba tan alterada. Y recuerdo que me dijeron que la noche anterior habían asesinado a Jaime Garzón. Pregunté quién era. Mi mamá me explicó que era el comediante que interpretaba a Heriberto de la Calle.
Silencio. “¿Él? ¿El chistoso? ¿Por qué?”
No estoy seguro de cuál fue la respuesta. ¿Cómo explica una madre a su hijo lo que sus padres tuvieron que explicarle a ella, y así sucesivamente, por generaciones? ¿Cómo se le explica la cotidianeidad de la violencia a un niño? Cualquiera que haya sido su respuesta, el bautismo estaba completo. Uno despierta ante la realidad, y la violencia se vuelve mundana. Esto es algo que pocas personas del primer mundo pueden comprender, especialmente a medida que la barbarie del siglo XX se desvanece en la historia.
Jaime Garzón fue un héroe. Sé que en Estados Unidos los periodistas se llaman a sí mismos “disidentes”. Pero los riesgos son muy leves en sus países para que esto sea algo más que un masoquista pensamiento ilusorio. Si Rachel Maddow, Stephen Colbert o John Stewart hubieran sido reporteros y satíricos políticos en Colombia, habrían perdido el valor antes de que la cámara comenzara a grabar. Son personas que a duras penas pueden aceptar la cancelación de un contrato o un recorte presupuestal y por lo tanto serían incapaces de sobrevivir en los zapatos de Garzón. Él fue un verdadero disidente. Los riesgos eran enormes, y su humor irreverente incomodaba a los hombres violentos. Su periodismo le costó más que su carrera; le costó la vida.
Colombia ha pasado por ciclos de paz y violencia, pero los siglos XX y XXI han sido implacables. No me es posible saber qué despertó a mis bisabuelos. ¿Tal vez el brutal asesinato a hachazos del político liberal Rafael Uribe Uribe en los escalones del Capitolio Nacional en 1914? La generación de mi abuela probablemente tuvo su bautismo en abril de 1948, con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán. Su muerte desencadenó El Bogotazo, un día de disturbios que dejó la capital en llamas y marcó el inicio de La Violencia, una guerra civil que mataría a cientos de miles en la siguiente década. Mi abuela y toda la familia huyeron temporalmente a Panamá. Un contemporáneo de mis abuelos, nos contaba que ese día salió corriendo del colegio y en vez de correr a casa se escondió en la despensa de la cocina del Jockey Club durante el Bogotazo. El club y sus ilustres miembros sobrevivieron de manera milagrosa a la destrucción simplemente apagando las luces de los lujosos salones del exclusivo club privado. ¿Fue este su bautismo?
¿Y para mis padres? Tal vez fue algún evento tras la violencia general posterior a 1948. O tal vez su bautismo llegó tarde, en el humo y los disparos de noviembre de 1985, cuando el grupo guerrillero M-19 asaltó la Corte Suprema, tomando como rehenes a los jueces más altos del país y exigió que el presidente Belisario Betancur se presentara ante el tribunal para ser juzgado por un conjunto fantasioso de delitos percibidos. Lo que siguió fue una respuesta militar que terminó con el edificio envuelto en llamas, más de un centenar de muertos y once magistrados de la Corte Suprema entre las víctimas. La toma del Palacio de Justicia no fue solo un titular; fue una pesadilla grabada en sus recuerdos. Los videos hoy nos parecen escalofriantes e increíbles.
En la siguiente década, mis padres serían testigos del descenso del país al abismo—muerte tras muerte—mientras cada año traía a los niños colombianos sus propios desafortunados bautismos. Ya habían vivido el reinado de terror y estupidez de Escobar, y ahora criaban hijos mientras el gobierno perdía rápidamente el control. Salir de la ciudad se volvió una aventura arriesgada, que podía terminar con un secuestro en las mal llamadas pescas milagrosas.
Éramos apenas niños, y en muchos sentidos tuvimos infancias gratas, pero la violencia y la atrocidad eran simplemente parte de la vida. Cada año traía noticias de algún conocido que había sido secuestrado, asesinado o amenazado. Algunos eventos trascendían lo personal, sumiendo a toda la nación en duelo y nihilismo.
Los incontables métodos macabramente creativos de la FARC para fabricar bombas eran especialmente grotescos. Muchos recordarán la cobertura del atentado de Chalán en 1996, donde las FARC utilizó un burro-bomba —50 kilos de explosivos disfrazados con plátanos— que mató a 11 policías y al burro. Y quién podría olvidar las imágenes en la portada de la Revista Semana de Elvia Cortés en 2000, víctima de un acto particularmente sádico: una bomba-collar colocada alrededor de su cuello por las FARC. Explotó, matándola a ella y al técnico que intentó desactivarla.
Todo esto se desarrolló mientras los cínicos líderes de las FARC jugaban con el gobierno, dejándolo plantado en innumerables cumbres de paz, culminando en la ya mítica silla vacía. Andrés Pastrana, entonces presidente, había establecido una zona desmilitarizada en el Caguán en 1998 como precondición para las negociaciones de paz con las FARC. La zona era más grande que Suiza, efectivamente otorgándole al grupo terrorista su propio estado. Pero tras numerosos incidentes —incluyendo una escalada en la violencia, el aumento de secuestros y el secuestro de un avión por las FARC— Pastrana rompió las negociaciones en febrero de 2002. El mismo día que ordenó la reocupación de la zona de distención, recuerdo los dos tanques estacionados en la entrada de mi colegio, donde estudiaban las hijas del presidente.
Un año después, el 7 de febrero de 2003, estaba en casa viendo televisión en el cuarto de mi mamá. Era viernes. Un fuerte estruendo. No eran fuegos artificiales; el sonido era demasiado profundo y el aire demasiado inquietante. Momentos después, se oyeron las ambulancias. Luego sonó el teléfono. Nuestros temores se confirmaron: era el inconfundible sonido de un carro bomba.
¿El objetivo? El Club El Nogal, un club social y empresarial frecuentado por políticos, ejecutivos y diplomáticos extranjeros. Quedaba a pocas cuadras. Muchos amigos cercanos eran miembros, y yo había asistido poco antes a mis primeras “minitecas” allí. ¿Alguno de ellos estaría tomando clases de natación, squash o bolos esa noche? Demasiado pronto para saber.
Llegaron los periodistas. Las primeras imágenes en televisión mostraban una enorme columna de fuego elevándose desde el parqueadero mientras la gente huía del infierno y los bomberos luchaban por contener las llamas. La bomba, de aproximadamente 200 kilos de nitrato de amonio, gasolina y dinamita, estaba escondida en un Renault Mégane rojo que detonó en el parqueadero del tercer piso. La explosión mató a 36 personas, incluidos seis niños, y dejó más de 160 heridos. Fue el atentado terrorista más mortífero que Colombia había sufrido en más de una década. El lunes siguiente, en el colegio, supimos cuántas personas que conocíamos habían quedado huérfanas, heridas o perdidas para siempre.
Después de eso, la gente salía menos. Los padres querían a sus adolescentes en casa. Vivir se volvió un riesgo. Muchos emigraron. Pero luego ocurrió algo inesperado. El sucesor de Andrés Pastrana, un político poco conocido llamado Álvaro Uribe Vélez, había asumido la presidencia unos meses antes de la bomba del Nogal con la promesa de combatir a las guerrillas y cambiar la marea después de casi un siglo de violencia. Su plan comenzó a dar resultados, y de 2004 a 2020, los nuevos niños del país serían mucho menos propensos a ser bautizados por la violencia.
Es inverosímil recordar la esperanza que sentí, cuando alrededor del 2015 se reportaba que las unidades de cuidados intensivos del Hospital Militar de Bogotá estaban vacías por primera vez en su historia. Por primera vez este centro médico se estaba dedicando a procesar ordenes de quimioterapia y no de amputación. Tan solo seis o siete años antes había visitado el hospital con mi colegio para visitar a los soldados que habían sido heridos y mutilados por las inhumanas minas antipersona, el arma predilecta del terrorismo de las guerrillas.
Dieciséis años de respiro podrían parecer breves para algunos, pero fueron suficientes para que toda una generación creciera sin experimentar su bautismo. De hecho, las cuentas son aún más generosas: cualquier persona nacida en ese período —y que esté entre los seis y los veinticuatro años aproximadamente— probablemente pensaba que los horrores que he descrito eran poco más que meras curiosidades históricas de un país pobre y corrupto, pero relativamente normal. Se equivocaron. Nos equivocamos todos.
Nuestro gran Nobel de literatura, Gabriel García Márquez, escribió un libro en 1996 que narró de manera desgarradora el secuestro de la madre de Miguel Uribe Turbay: Noticia de un Secuestro. Al final de la introducción al libro Gabo nos dice lo siguiente:
Para todos los protagonistas y colaboradores va mi gratitud eterna por haber hecho posible que no quedara en el olvido este drama bestial, que por desgracia es sólo un episodio del holocausto bíblico en que Colombia se consume desde hace más de veinte años. A todos ellos lo dedico, y con ellos a todos los colombianos—inocentes y culpables—con la esperanza de que nunca más nos suceda este libro.
Nos ha vuelto a suceder ese libro y de una manera que ojalá fuese solo un mito de los libros fantásticos de Gabo, el libro no solo le sucede a los colombianos, sino a la misma familia. En 1991, cuando Miguel Uribe Turbay tenía apenas cuatro años, su madre fue asesinada por Pablo Escobar. El 11 de agosto de 2025, su propio hijo de cuatro años quedó huérfano de manera inquietantemente similar. Las imágenes del cementerio, donde la esposa de Miguel Uribe Turbay, Claudia Tarazona, carga a su hijo huérfano mientras el féretro desciende a su fosa eterna, son desgarradoras. Igualmente conmueven las imágenes de su padre, Miguel Uribe Londoño, enterrando a su único hijo del mismo modo en que sepultó a su esposa en 1991, mientras otro niño de cuatro años —esta vez su nieto— intentaba comprender lo que sucedía. Qué imagen macabra de una tragedia familiar multigeneracional nos ha dejado los violentos.
En este momento de duelo nacional, los que nacimos en la era de la violencia en Colombia lloramos una doble pérdida: primero, por un político prometedor arrebatado demasiado pronto, antes de que su potencial político se desplegara; y segundo, por el fin de una frágil ilusión. Los bautismos han regresado, reclamando a las generaciones que una vez disfrutaron de un breve respiro. Para quienes ahora tienen entre seis y veinticuatro años, este es su primer despertar ante el hecho de que nacieron en un país donde la violencia y la muerte no son extraordinarias. Y para quienes recibieron sus bautismos hace tiempo, ahora también despertamos de un sueño, un breve sueño en el que nos atrevimos a creer que la normalidad era posible. Un periodo en el que nos atrevimos a tener esperanza.
Estamos nuevamente despiertos, comprendiendo que estos “bautismos” de Colombia son una desafortunada herencia. A medida que 2025 se desarrolla, Colombia parece destinada a otro ciclo de sangre y miedo. Los rostros y los nombres pueden haber cambiado. Las guerrillas se han fragmentado, los carteles se han quebrado, los políticos se han reordenado. Pero las corrientes subyacentes de violencia, impunidad y desesperación permanecen intactas. Comparadas con los bautismos de mi infancia, las horribles experiencias de hoy llegarán más rápido, más agudas y a menudo transmitidas por redes para que todos las presencien. La próxima generación heredará este mismo suplicio, y será moldeada y endurecida por él, como yo lo fui, y como lo fue Miguel. La historia sigue adelante, indiferente a la esperanza o la memoria, y este despertar se posa inamovible: estamos, al parecer, condenados a repetir el patrón. Y así vivimos, bautizados una vez más, en el conocimiento del bien y del mal, herederos de un país que repite sus tragedias sin pausa.
Sin nada más que decir, y mucho que llorar, lo único que queda por decir es: Descansa en paz, Miguel Uribe Turbay, que tu memoria sea una bendición.